Hace un tiempo cambiaron los bancos de la plaza principal.

Sacaron los viejos ondulados, típicos, con finos listones de madera y los reemplazaron por unos con líneas más agresivas, simulando un art deco.

No sabía si le gustaban. Tampoco sabía si se había detenido unos minutos a probarlos o simplemente para hacer un alto en el camino a casa.

Eran cerca de las cuatro menos cuarto de la tarde y se encontraba ahí, en medio del banco, con los brazos extendidos a lo largo, apoyados sobre el borde del respaldo. Algo inclinado hacia atrás veía en perspectiva esa alta y descuidada cúpula de la catedral, que es cabecera de obispado, pero no la más importante de la zona.

Hacia fines de los ochenta, principios de los noventa (si es que se permite la obviedad), se sentía un transgresor. Rapado; con ropa de colores fuertes y vistosos. Con el mundo a sus pies sin saberlo.

Su calva, en ese momento no podía siquiera sugerir lo que es hoy esa cola de caballo que luce su cabeza a los 50.

Y estaba ella. Con la que decidió transgredir aun más y, muy joven (por lo menos para su gusto actual), se casó.

Hubo cura (aunque él fuese creyente pero no los quisiera mucho); hubo marcha nupcial, padrinos, fiesta y hasta niños que traían los anillos. Por supuesto, también hubo luna de miel.

Añoraba formar una familia, un matrimonio constituido. Y, al parecer, lo había cumplido.

Ella no parecía estar lista. En realidad nunca parecía estar lista para nada, ni siquiera la sintió lista cuando se pusieron de novios. Pero lo cierto era que la amaba y confiaba en que hacía un gran esfuerzo por complacerlo. Tenía mucha fe en ella. Y el recuerdo de la promesa que alguna vez le había hecho a su madre lo mantenía en foco: “Si él amaba debía dar todo de sí sin esperar nada a cambio, porque quien ama no espera nada de vuelta”.

Vivía con la idea de que el hombre no debe ayudar, sino que debe hacer. Ejercer el rol que le toca en el momento. Odiaba el sexismo y sus roles. Si había que planchar, no exigía a su mujer que lo hiciera sino que lo hacía él mismo. Ya bastante tenía ella con las demás cosas.

Volvía cansado del trabajo, las horas extras eran muchas, pero cuando alguien recién empieza vienen bien para que el impulso sea mayor. A fin de mes se notaba la diferencia y se daban varios gustos.

La vida trascurría entre el trabajo y la casa. Como ella no era muy avezada a la cocina y a él le gustaba mucho lo culinario, prefería hacer la cena cuando volvía del trabajo. Luego, cuando ella ya dormía, se quedaba en su sillón viendo algún programa interesante en el cable y tomado una lata de cerveza fría. Un ritual que se repetía día a día, salvo que lograra algunos mimos extra.

Eso, hasta que llegó el primer hijo.

Ahí las cosas se pusieron algo difíciles en cuanto a la organización, pero la llevaba bien. Se perdía en los ojos de su pequeño, era tan parecido a él que podía verse a sí mismo como en un espejo mientras lo miraba (aunque debía reconocer que el retoño era mas guapo que su orgulloso padre). Era un bebé tranquilo, aunque a veces debía levantarse por la noche y llevárselo a la mamá que no lo escuchaba llorar por hambre (Por cierto, se había dado cuenta de que ella lo escuchaba, pero simplemente esperaba en silencio, haciendo que dormía, a que fuera él a buscarlo y se lo trajera). Era lógico, no es fácil ser madre. Terminaba agotada durante el día. Allí estaría él siempre para dar una mano. No la sentía lista para ser madre, pero tenía confianza en ella. Apostaba que podía lograrlo con su ayuda. Al fin y al cabo un bebé se hace y se cría de a dos.

Había sido un embarazo bastante tranquilo. La trató como una reina durante los ocho meses y 18 días que duró ese embarazo, aún lo recordaba bien. Se había hecho cargo de todo, y estaba orgulloso de eso.

El sonido de las ruedas de una patineta lo distrajo un momento y volvió a enfocar esa iglesia de enfrente. La de ese Dios en el que él creía (con excepción de los curas). No era de los mas concurrentes a la parroquia, pero siempre había tenido fe. Se sentía un poco como un templo andante y silencioso desde el que siempre se elevaba una oración. Esperaba que ese Dios que, a su entender, había recibido más de lo que daba, tuviera en su seno a esa enorme mujer y excelente cocinera que siempre había estado ahí para aconsejarlo y ayudarlo en todo. Por supuesto, su madre. Se había ido demasiado rápido. No pretendía dramatizar –no es su estilo-, pero sentía a veces que necesitó darle mas abrazos y hacer un poco mas de caso a los consejos que a él le parecieron invasivos por aquellos días.

En los tiempos de padre primerizo había estado ahí, guiando a dos adolescentes que intentaban ser serios (por lo menos él), a criar a una pequeña criatura que dependía absolutamente de ellos dos. A veces pensaba que mamá era un poco exigente con su esposa, ella hacia un gran esfuerzo. No parecía muy preparada pero al parecer le ponía voluntad. Y ya con eso para él estaba bien. Confiaba en ella. Le tenía fe.

Su cabeza se había salteado algunos años y recordó la primera vez que escuchó el apodo que más le gustó llevar en su vida: “papá”. Aún podía recordar la dulce vocecita de ese hijo que hoy es ya un hombre y con el cual habían pasado tantas situaciones. Tanto con él como con su hermano nacido nueve años después. Le habían regalado incontables enseñanzas. Recordaba cuando aprendió por primera vez la frase “Síndrome de Alienación Parental”, SAP, por sus siglas. Cosa que lo había encontrado ya sin el apoyo de su mamá, pero por suerte era parte del pasado. Un pasado doloroso, que había dejado bastantes cicatrices, pero pasado al fin.

No sabía muy bien si había aprendido todo de esas lecciones que la vida le había dado. La relación con sus hijos hoy puede no ser la ideal, pero no puede negarse que lo intentó con todas sus fuerzas. Aún le queda amor propio y no dudará un segundo jamás en usarlo. Ya había entregado suficiente de sí y no daría más un paso atrás.

Un par de años después de la venida del primogénito, la relación marital empezó a tener algunos inconvenientes.

Se echaba la culpa a él mismo por esos tiempos ya que empezó a exigir un poco de vuelta. Creía que hacía muchos meritos para ser un buen esposo. A cambio recibía una casa desordenada, la obligación de hacer la cena abundante porque el almuerzo de su hijo había parecido no ser muy nutritivo y la extraña falta de necesidad sexual de su esposa. Y eso chocaba de frente contra sus principios antimachistas.

Ella había conseguido un trabajo que no era gran cosa. Y, como siempre, no la veía muy preparada, pero ya a esa altura pensó que el problema era él mismo. El que ama no espera nada a cambio, y él no estaba dispuesto a romper las aspiraciones de su compañera con opiniones negativas al respecto. Entonces era mejor callar.

Tampoco pensaba que le fuera infiel, de hecho no lo había sido en efecto en esos tiempos.

Pero empezaba a sentirse poco hombre. El menosprecio, el stress, las obligaciones y la vida anterior ya perdida por completo lo encontraron frente al espejo una vez con los ojos hundidos, un poco por el excesivo cansancio y otro poco por el llanto de impotencia.

Aún, si viajaba un poco con el pensamiento hacia ese momento podía volver a experimentar los mismos sentimientos, las mismas sensaciones a flor de piel. No quería recordar, pero a veces se le hacía necesario.

Y calló una vez más. Pretendió que todo estaba bien. Había hablado de la crisis sexual con algunos amigos y se había sentido un poco incomodo, humillado. Por lo que decidió ya no tocar el tema y dejar que las cosas fluyeran. Por supuesto que también lo habló con ella (mil veces lo habrá hablado). Siempre le pedía perdón y le explicaba que el cansancio y que el momento “tirante” de la relación hacía que no tuviera deseos, sumado a la amargura que iba in crescendo en él y que la repelía.

Él lo había intentado, y en uno de esos intentos, vino el segundo hijo. Nueve años después.

No lo tomó como un castigo jamás ni como una maldición del destino, aunque ella lo hubiese insinuado unas cuantas veces, quizás por no estar lista… una vez más.

Y, de nuevo se parecía mucho a él. Se sentía orgulloso de tener genes tan fuertes aunque no estaba seguro de si eso fuese beneficioso o no para su descendencia. Allí, frente a su nuevo hijo se sentía hombre una vez más. Con todas las letras.

Como había pasado siempre, se hizo cargo de todo. Y sentía que ella se descansaba en él como siempre lo había sentido pero ahora con total impunidad, como dándolo por sentado. El no era machista y estaba totalmente en contra del sexismo. Por lo que jamás diría una palabra al respecto ni se quejaría de su situación. Había sido también su decisión y debía respetarla.

Si antes había habido crisis sexual, ahora ya era insostenible. Los roces al respecto eran duros, violentos, llenos de frustración.

Él quiso refugiase en el trabajo, pero ella trabajaba en el mismo lugar y sentía que debía ayudarla a avanzar. Después de todo la amaba y le debía la magia de ser padre.

A partir de ahí, todo se desarrolló demasiado rápido. Tiene recuerdos fugaces de todo lo sucedido: que el juzgado, que la perimetral, que la alienación, que los abogados, la casa, la cuota… Y el “otro”. También las pastillas. Esas que lo mantuvieron bastante blindado ante tanta munición pesada.

De repente se encontró solo y culpable de todo. Buscando asilo en lo del viejo, que no sabía mucho de dar consejos pero que fue la mejor compañía. Mates con monosílabos que entre ellos eran todo un idioma ayudaron a alivianar un poco el yunque que le oprimía el pecho hasta dejarlo a veces sin respiración.

En ese momento, el que no estaba preparado era él. Por primera vez desde que la conocía, la sintió muy lista, muy decidida, como pez en el agua. Eso extrañamente lo hizo sentir un poco orgulloso y un poco decepcionado. Pero no dejaba de lamentar no haber podido predecir nada de lo que sucedió. Las señales habían sido miles y miles, y él había creído, había tenido fe. No había confiado en su instinto. Nunca la había sentido lista para nada, pero quizá tampoco él había estado listo para nada y ese fue el problema.

Nadie podría decirle que no había tenido fe, tanto en ella como en el de enfrente. Ese que, por fin le tiraba una soga.

Las cosas marchaban mejor, había conocido a otra mujer, quien parecía haber aprendido mucho de la vida y nadie podía discutirle sus aptitudes. Sentía que por fin, al levantarse de ese banco se dirigiría hacia su hogar. Y hasta había promesas de tener una excelente noche, como la de ayer. Tomaría una lata de cerveza frente al televisor pero esta vez habría compañía.

El pibe del skate pasó una vez más demasiado cerca y lo devolvió de nuevo a la actualidad. Entonces decidió pararse, sacudirse un poco los recuerdos, respiró hondo y el aire de la ciudad le regaló una bocanada fresca. Al expirar se sintió liviano y dio el primer paso para emprender la vuelta.

A veces la vida se hace larga. Pero suele ser corta. Tan corta que puede pasar mientras estas sentado en el banco de una plaza, una tarde cualquiera, tipo cuatro menos cuarto.

Autor: Ricardo M. Bustos

Foto: Ricardo M. Bustos

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